Lluvia de leyes

Ane Alkorta reflexiona sobre la sobre-legislación y sus consecuencias sobre la empresa. Una invitación a repensar cómo regulamos, desde la escucha, la proporcionalidad y el sentido práctico.

18/9/2025

Vivimos una era en la que las empresas, grandes y pequeñas, deben navegar no solo mercados complejos, sino también un entorno regulatorio que crece a un ritmo difícil de asimilar. La sobre-legislación, entendida como el exceso de normas que se acumulan sin una clara depuración o articulación entre ellas, no es un fenómeno nuevo, pero sí cada vez más intenso. Y como toda lluvia persistente, termina calando.

Esta proliferación normativa no nace de la mala intención. En muchos casos, responde al legítimo deseo de proteger intereses colectivos, corregir abusos, o anticipar riesgos en un mundo cada vez más interdependiente. La Unión Europea, por ejemplo, actúa con visión estratégica al regular ámbitos como la sostenibilidad, la inteligencia artificial o la transparencia corporativa. Pero el resultado práctico, sobre todo para las empresas, es una sensación de asfixia: un flujo constante de obligaciones, reportes, certificaciones y verificaciones que exigen recursos, tiempo y adaptación permanente.

Lo paradójico es que esta misma complejidad normativa, que busca generar confianza y seguridad jurídica, puede acabar produciendo el efecto contrario. Cuando las reglas son tantas, tan técnicas y tan cambiantes, no solo aumentan los costes de cumplimiento, sino también el riesgo de incumplimiento involuntario. Y eso erosiona precisamente aquello que se intenta proteger: la estabilidad, la inversión, el crecimiento.

No se trata de reclamar menos regulación sin más. La cuestión es de enfoque. ¿Cómo regulamos? ¿Con qué sentido de proporcionalidad? ¿Cuánto espacio dejamos para la responsabilidad y el juicio profesional? Las empresas no rehúyen su compromiso con la legalidad; al contrario, muchas veces son las primeras interesadas en reglas claras y exigentes. Pero también esperan que esas reglas sean comprensibles, coherentes y razonables en su aplicación.

Desde la experiencia cercana al tejido empresarial, uno percibe el desgaste. No por resistencia al cambio, sino por la dificultad de acompasarlo. La figura del "compliance" se ha profesionalizado, los despachos trabajan con rigor, los equipos internos se forman y actualizan constantemente. Pero la pregunta de fondo persiste: ¿es este el mejor modelo de convivencia normativa posible?

Quizás ha llegado el momento de repensar no solo qué regulamos, sino cómo diseñamos el propio sistema regulador. Un sistema que escuche más, que contraste mejor, que se atreva a simplificar sin temor a parecer laxo. Que confíe más en la madurez de los actores económicos, sin renunciar al control, pero con una visión más colaborativa y menos punitiva.

En el fondo, se trata de recuperar el propósito. De volver a una legislación que no solo acumule normas, sino que construya sentido. Porque, como en toda lluvia, lo importante no es evitar que caiga, sino saber canalizarla para que riegue, y no inunde.

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