Capitalismo patriótico y fondos soberanos: ¿una nueva forma de colaboración público-privada?

D.V. Opinión.

7/9/2025

El tablero mundial ha cambiado y con él el papel de los gobiernos en la economía. La geopolítica, con guerras abiertas, tensiones comerciales y bloques enfrentados; las disrupciones en las cadenas de suministro, que han traído escasez, inflación y una dependencia exterior cada vez más evidente; y la carrera tecnológica, que aviva la rivalidad entre potencias y obliga a proteger sectores estratégicos, han empujado a los Estados a dejar atrás la ortodoxia liberal para abrazar un intervencionismo activo, que encuentra su justificación en la magnitud de los desafíos.

Así, este nuevo paradigma, con una fortuna ciertamente discutible, se empieza a definir como el nuevo “capitalismo patriótico”, no tanto como una ideología sino más como una caja de herramientas con la que colaborar con el sector privado.

Asistimos al resurgir del papel del sector público como inversor directo en la economía. No sólo en los países con estructuras estatales históricamente más fuertes y omnipresentes, sino también en nuestras economías tradicionalmente liberales en las que su presencia ha ganado terreno, tanto en el discurso político como en la práctica económica.

Observamos una nueva forma emergente de colaboración público-privada en la que el Estado, lejos de replegarse, actúa como un agente económico más, tomando participaciones en empresas estratégicas, apoyando con capital público a sectores considerados clave y, en última instancia, tratando de asegurar el control y la soberanía económica sobre activos sensibles.

En Estados Unidos, hemos visto operaciones como la reciente adquisición pública del 10% de Intel, las restricciones a transferencias de datos sensibles a países de riesgo o la presión para forzar desinversiones como en TikTok. En Europa, Alemania nacionalizó Uniper para garantizar suministro energético y sostuvo a Siemens Energy con avales millonarios, mientras Francia culminó la renacionalización de EDF.

España también ha pasado de “accionista de último recurso” a “accionista estratégico”, como muestra la entrada de SEPI en Telefónica para preservar capacidad de decisión. Ha prorrogado además el control de inversiones extranjeras y cofinanciado proyectos industriales clave como la gigafactoría de Volkswagen en Sagunto.

En nuestro entorno más cercano, la intervención es más focalizada y estable, con instrumentos propios y, así, nos encontramos con importantes ejemplos como la puesta en marcha por parte del Gobierno Vasco de su propio “fondo soberano”, Finkatuz, con el objetivo explícito de preservar el “arraigo empresarial” de compañías industriales consideradas estratégicas.

Los defensores de este nuevo enfoque de inversión subrayan sus beneficios: reforzar la soberanía económica, evitando que decisiones clave sobre sectores estratégicos se tomen en centros de poder ajenos al territorio, aportar estabilidad en momentos de incertidumbre, ya que el Estado actúa como inversor paciente, con horizontes a más largo plazo y contribuir a frenar procesos de deslocalización o desmantelamiento industrial.

Además, el efecto arrastre de estas inversiones puede movilizar también capital privado, generando un círculo virtuoso de colaboración entre administraciones públicas, empresas y entidades financieras.

Pero sería ingenuo ignorar los riesgos. La intervención pública en la economía, aunque bien intencionada, puede derivar en prácticas poco eficientes o incluso contraproducentes si no se establecen límites claros: debemos evitar la politización de decisiones empresariales en las que criterios ideológicos o electorales primen sobre la viabilidad económica, hay que luchar por evitar que se produzca una competencia desleal si las empresas participadas por el Estado compiten en condiciones distintas a las del resto, es necesario defenderse de una posible excesiva rigidez en la gestión, al introducir procedimientos administrativos o controles que pueden entorpecer la agilidad empresarial.

Por eso es esencial que estos fondos operen con total transparencia, con órganos de gobierno independientes, y con un marco legal que garantice el respeto a la competencia y al interés general. A estas alturas el debate no debería centrarse en si se debe intervenir o no, sino en cómo se hace, por qué se hace y con qué garantías. El “capitalismo patriótico”, en su vertiente más pragmática, puede ser una herramienta útil para proteger el tejido industrial, asegurar la soberanía económica y preservar el empleo. Pero debe ir acompañado de controles eficaces, profesionalización y, sobre todo, una reflexión permanente sobre los límites de lo público en lo privado.

En definitiva, si vamos hacia un nuevo modelo de colaboración público-privada, hagámoslo con rigor, con visión a largo plazo, y con la madurez institucional que exige una economía avanzada como la nuestra. Este es un debate que nos interpela como sociedad, y que debemos abordar con madurez, sin eslóganes ni posiciones binarias.

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