D.V. Opinión.
La reforma fiscal y la sostenibilidad del estado de bienestar constituyen dos de los debates más complejos y cruciales en la agenda política y económica contemporánea. En un mundo donde las economías se enfrentan a retos sin precedentes, como el envejecimiento poblacional, el cambio climático y la transformación digital, nuestros sistemas fiscales deben permitir asegurar un futuro próspero y equitativo, sobre la base de reconocer que existen pilares fundamentales como la salud, la educación y la protección social que requieren de una base sólida y sostenible de recursos.
La reforma fiscal no es solo una cuestión de ajustes técnicos, sino que supone una decisión política fundamental que refleja la visión de la sociedad que queremos construir. Para sostener el estado de bienestar, necesitamos invertir en factores que aumenten la competitividad y la productividad de la economía, necesitamos un sistema fiscal que permita transformar los desafíos económicos en oportunidades de crecimiento y desarrollo. Debemos encontrar un equilibrio que mantenga la equidad del sistema impositivo sin sacrificar el crecimiento económico y la competitividad.
Sin embargo, a menudo cuando hablamos de reforma fiscal simplificamos la cuestión, obviamos estos conceptos y no escuchamos más que voces sobre la necesidad de aumentar la progresividad del sistema impositivo y gravar más a quienes más tienen como si esto no fuera ya una realidad.
Más allá de la fiscalidad, paralelamente al enorme poder de las empresas multinacionales en el contexto internacional, estamos siendo testigos de la injerencia de los estados en el tráfico mercantil de las empresas privadas, que va a más. Hace casi setenta años, Ayn Rand ficcionaba en su novela “La rebelión de Atlas”, una rebelión de los empresarios contra un sistema que percibían como opresivo, que penalizaba la productividad, la creatividad y el éxito individual en nombre de la igualdad y el bienestar colectivo. Esta distopía se producía en un contexto en el que el gobierno imponía regulaciones cada vez más restrictivas y arbitrarias que limitaban la capacidad de los empresarios para operar, innovar y obtener beneficios en nombre de proteger el bien común, pero en la práctica, conducían al estancamiento económico y, en última instancia, a la destrucción de la sociedad. Los empresarios, siguiendo con la ficción, optaban por “de-tener el motor del mundo” retirando sus talentos, conocimientos y creatividad del sistema. Contrariamente a las ideas de Stiglitz, defensor de la progresividad impositiva y del gasto público, que defiende que la desigualdad de nuestras sociedades es una opción política más que una consecuencia económica, entiende Rand que cuanto más se intervenga en la vida de las personas y se limiten sus derechos, más presionará la gente al gobierno para protegerse o, en el peor de los casos, conseguir riqueza no ganada.
Personalmente, no comparto la idea Randiana del laissez-faire y de dejar actuar con total libertad al mercado, ni considero, evidentemente, que estamos en el punto de “tener que detener el motor del mundo”, pero se echa en falta un discurso sobre la necesidad de revisar el gasto público y asegurar su eficiencia y efectividad, de garantizar que cada euro gastado contribuya al bienestar social y económico, de forma que se prioricen las inversiones en educación, salud e infraestructuras que fomenten un desarrollo sostenible.
Recientemente se publicaba una encuesta en la que dos de cada tres españoles apoyan la reducción de la jornada semanal, se oponen al aumento de la edad de jubilación y se posicionan a favor del aumento de los salarios. Quizá esto puede explicar por qué los jóvenes españoles han vuelto a suspender en matemáticas en el informe PISA, y es que… han debido de salir a sus padres. Hay cosas que no cuadran, y menos aún si además iniciamos ese camino sobre la base de una productividad históricamente baja en España, con el hándicap, en nuestro caso, de la delicada salud de los vascos que un año más hemos copado lo más alto en tasas de absentismo laboral, y además con un elevado índice de huelgas: con apenas un 6% de la población del Es-tado, Euskadi y Navarra han representado el 56% de las huelgas.
Pretender penalizar la productividad, la creatividad y el éxito individual, que diría Rand, en nombre de la igualdad y el bienestar colectivo con estas premisas no sé si cuadra con el concepto de equidad que exigimos de la fiscalidad. Es nuestra responsabilidad poner las bases de la sociedad que queremos construir. Cuidemos de nuestros empresarios, porque en un mundo cada vez más globalizado, donde la competencia por el capital y el talento es feroz, solo así podremos asegurar que las generaciones futuras hereden una sociedad más próspera, equitativa y sostenible.