D.V. Opinión.
El crecimiento económico sostenido es un fenómeno reciente en la historia de la Humanidad. En efecto, no ha sido sino a partir del año 1820 con el advenimiento de la Revolución Industrial en Gran Bretaña, Francia y parte de Europa continental y con las innovaciones tecnológicas e institucionales acontecidas hasta la fecha que el crecimiento económico y la prosperidad material de las personas han progresado exponencialmente, de forma continuada. Como botones de muestra, la esperanza de vida es mayor y la pobreza es menor en la actualidad que a inicios de los siglos XIX o XX.
¿Por qué el despegue industrial tuvo lugar en Europa y no, por ejemplo, en China, donde se inventa-ron entre otros la rueda y la brújula? Por la confluencia y evolución conjunta del conocimiento cien-tífico básico (descubrimientos) y de la tecnología aplicada (innovaciones) facilitada por tres factores: la difusión del conocimiento e información científicas que favorecieron la innovación acumulada, la competencia entre los países y la aparición de instituciones jurídicas (patentes) que amparaban las rentas de los innovadores.
Ello coincide con las tres premisas básicas del paradigma de la “destrucción creativa”, concepto acuñado por el economista austríaco Joseph Schumpeter en 1950 esbozando una teoría basada en tres ideas: que la innovación acumulada y la difusión del conocimiento constituyen la esencia del crecimiento económico, sirviendo cada innovación a su vez de trampolín para innovaciones sucesivas; que la innovación requiere de un marco institucional favorable que incluya la protección de los derechos de propiedad intelectual y de los flujos dinerarios de su explotación; y la idea misma de la destrucción creativa que implica que las nuevas innovaciones tornan obsoletas innovaciones anteriores, dando por otro lado lugar al conflicto permanente entre lo viejo y lo nuevo, a la disputa entre los operadores establecidos en el mercado que dificultan la entrada de nuevos competidores más innovadores.
La destrucción creativa no es tan solo un concepto teórico sino que es una realidad tangible y medible. Mención particular merecen los trabajos del catedrático Philippe Aghion, quien ya en 1987 junto a Peter Howitt estructuraron y desarrollaron el modelo que incorporaba la destrucción creativa como catalizador del crecimiento económico. Recientemente, con los también profesores del College de France, Céline Antonin y Simon Bunel, ha publicado la obra “El poder de la destrucción creativa. ¿Qué impulsa el crecimiento económico?” (Editorial Deusto) desplegando una exposición amplia y divulgativa del paradigma schumpeteriano.
Aghion desgrana cómo las autoridades públicas podrían encauzar dicha destrucción creativa como palanca para el crecimiento tras la pandemia del COVID-19, protegiendo aquellas empresas que sean viables para salvaguardar los empleos y el capital humano en ellas amasados y reasignando recursos para fomentar la creación de nuevas empresas y actividades que sean más eficientes o que mejor respondan a las nuevas necesidades de los consumidores. Reclama a los políticos gobernantes para que acompañen el proceso de destrucción creativa sin obstaculizarlo, ya que la innovación disruptiva es el motor que ha permitido alcanzar en los últimos doscientos años niveles de prosperidad insospechados.
Por lo demás, con las nociones extraídas de la experiencia histórica acerca de su funcionamiento, nos ilustra sobre cómo se pueden establecer y modular unas políticas más beneficiosas que mejoren el sistema para poder, entre otros, canalizar la destrucción creativa hacia inversiones en sectores y compañías innovadoras relacionadas con la descarbonización, la transición energética y la lucha contra la crisis climática; establecer mecanismos que reduzcan el potencial efecto negativo de la pérdida de empleos en sectores obsoletos (por ejemplo, vía la flexiseguridad que garantice la cobertura de desempleo durante un tiempo prolongado, la formación en nuevas cualificaciones profesionales y la recolocación laboral de las personas); o suprimir los obstáculos sembrados por empresas establecidas para frustrar la entrada de nuevos competidores más innovadores.
Todo ello implica un cambio de mentalidad que requiere de grandes dosis de pedagogía para divulgar la bondad históricamente acreditada de la inversión en innovaciones y proyectos estratégicos trans-formadores. Siendo imprescindible, no basta con el impulso de los poderes públicos, pues también se precisa la participación activa del mercado, de las empresas y de la sociedad civil para que el sistema funcione sin fricciones mayores o irresolubles.
En particular, estimo que sería pertinente que la ciudadanía llegase al convencimiento mayoritario de que a fin de aumentar el potencial de crecimiento del país y acelerar la ineludible transición energética, las inversiones en innovación y reindustrialización deberían tener una consideración equivalente en importancia a aquellas en educación y sanidad. El reto es tan considerable como necesario, ya que en él nos jugamos nuestro bienestar colectivo y el de nuestras generaciones futuras.