Artículo de Nikole Agirretxea, abogada de NORGESTION.
En el ecosistema jurídico-empresarial español se ha instalado una realidad que resulta, cuando menos, preocupante: la creciente hipertrofia normativa a la que se ven sometidas las empresas. Desde el ejercicio profesional del Derecho Mercantil constato diariamente que las empresas no solo compiten en su sector, sino que también luchan por mantenerse a flote en una maraña regulatoria cada vez más densa, fragmentada y poco adaptada a su realidad operativa. Este fenómeno, lejos de representar una garantía de legalidad o de seguridad jurídica, se ha convertido en una carga que amenaza con desviar a las compañías de su verdadera razón de ser: crear valor, generar riqueza, sostener empleo y contribuir al desarrollo económico.
La pluralidad de niveles administrativos —Estado, comunidades autónomas, diputaciones, municipios— genera un volumen normativo abrumador. A ello se suma una producción legislativa constante y acumulativa que rara vez deroga lo anterior. El resultado es una superposición normativa en la que conviven, a menudo sin coherencia ni coordinación, múltiples obligaciones legales que exigen a las empresas un esfuerzo desproporcionado de interpretación, implementación y cumplimiento.
A la creciente complejidad del entorno regulatorio se suma un problema estructural de gran calado: la ausencia de una diferenciación normativa en función del tamaño y la naturaleza de las empresas. En la práctica, en ocasiones se exige a una micropyme con recursos limitados el mismo nivel de cumplimiento que a una gran corporación cotizada, sin tener en cuenta las enormes diferencias en capacidad operativa, financiera y organizativa. Esta uniformidad normativa genera un sistema desproporcionado que penaliza especialmente a las pequeñas y medianas empresas, forzándolas a desviar recursos clave de su actividad productiva —la misma que impulsa el empleo, la innovación y la competitividad del país— para atender obligaciones administrativas que apenas pueden afrontar. El resultado es un marco regulatorio que, lejos de fomentar el crecimiento empresarial, actúa como un lastre para el verdadero motor de nuestra economía.
Y, sin embargo, es lo que ocurre. La regulación, muchas veces bienintencionada, se aprueba bajo una lógica universalista que no distingue entre modelos empresariales, estructuras internas ni capacidades reales. Esta forma de legislar no solo es técnicamente deficiente, sino que encierra una forma de buenismo regulador que pretende ordenar todas las realidades desde arriba, como si la complejidad del mundo empresarial pudiera simplificarse desde un despacho.
Vivimos en una época marcada por una tendencia creciente a regular cada nueva realidad, fenómeno o riesgo mediante normas específicas, que suelen aplicarse de forma uniforme a todos los sujetos afectados. Bajo la premisa de garantizar igualdad y evitar cualquier atisbo de arbitrariedad, se extienden marcos regulatorios que, en lugar de adaptarse a la diversidad del tejido empresarial, imponen obligaciones homogéneas sin matices. Sin embargo, esta voluntad de abarcarlo todo y a todos termina generando el efecto opuesto al buscado: una desigualdad práctica que ignora las capacidades reales de las organizaciones y evidencia una preocupante desconexión con su funcionamiento cotidiano.
Además, esta hiperregulación va acompañada de un creciente control democrático formal, que, en su búsqueda por garantizar transparencia y participación, en ocasiones cae en una intervención excesiva y paralizante. Cada vez es más difícil innovar, emprender o reestructurar una empresa sin pasar por múltiples ventanillas, cumplir decenas de formularios, esperar informes, autorizaciones, inscripciones. El tiempo del Estado no es el tiempo de la empresa. Y esa disonancia temporal se traduce, una y otra vez, en oportunidades perdidas, decisiones postergadas y proyectos que nunca llegan a ejecutarse.
Cabe preguntarse por qué hemos asumido como inevitable la creciente intervención del Estado en casi todas las esferas de la actividad económica. Parecería que hemos renunciado a cuestionar si el papel del Estado debería ser menor, más discreto, más inteligente. Si ya no vamos a debatir sobre si debe intervenir, al menos exijamos que cuando lo haga, sea para facilitar, no para entorpecer.
Es cierto que el Derecho, como herramienta del Estado, es un instrumento poderoso para promover cambios sociales, económicos y tecnológicos. La legislación puede y debe orientar comportamientos, fomentar buenas prácticas y establecer límites. Pero una norma que la mayoría no puede cumplir no transforma la realidad: la ignora. Y al hacerlo, fracasa en su propósito.
Existen numerosos ejemplos de marcos normativos bien intencionados que, en la práctica, resultan inasumibles para una parte muy significativa del tejido empresarial. La normativa sobre protección de datos exige estructuras de gestión, auditoría y supervisión que están al alcance de grandes corporaciones, pero no de micropymes sin personal especializado. Algo similar ocurre con las exigencias en materia de compliance penal o normativo, que requieren protocolos internos, formación continua y sistemas de control que superan con creces la capacidad operativa de la mayoría de las pequeñas empresas. Las regulaciones medioambientales y de sostenibilidad, aunque imprescindibles, imponen reportes técnicos, métricas complejas y planes de acción que rara vez pueden abordarse sin consultoras externas. Incluso en el ámbito de la igualdad, donde la regulación cumple un papel crucial para avanzar en derechos, se observa una desconexión preocupante con la realidad de muchos sectores. En ámbitos como la construcción, la industria o determinadas actividades fabriles, la exigencia formal de implementar planes de igualdad tropieza con barreras estructurales difíciles de resolver a corto plazo, como la escasa presencia femenina o la limitada oferta de perfiles cualificados. Esta acumulación normativa, sin una adaptación proporcional a la realidad empresarial, no está transformando el tejido productivo: lo está penalizando.
Algunos podrían pensar que la creciente complejidad normativa representa una oportunidad para los profesionales del Derecho, cuya labor consiste, en buena parte, en ayudar a las empresas a interpretar, aplicar y cumplir este entramado legal. Y aunque es cierto que desempeñamos un papel clave en ese acompañamiento, no soy tan ingenua como para creer que nuestro oficio debe justificarse en la existencia de un entorno legal farragoso. Nuestra función, en última instancia, debería estar al servicio de un marco jurídico claro, coherente y eficaz, que facilite el desarrollo económico en lugar de obstaculizarlo.
Son las empresas —grandes, medianas, pequeñas y micro— las que innovan, exportan, asumen riesgos, generan empleo y sostienen los servicios públicos a través de sus impuestos. Nuestra labor, como profesionales del Derecho, no debería consistir en obstaculizar su camino con burocracia innecesaria, sino en facilitarlo. En proteger su actividad sin asfixiarla. En acompañarlas con rigor, sí, pero también con sensatez y comprensión de su realidad.
Es indispensable llevar a cabo una revisión profunda del sistema normativo vigente, apostando por una política legislativa más racional, coherente y consciente de su impacto real. La proliferación de normas debe dar paso a la simplificación, la coordinación entre funciones y la eliminación de cargas innecesarias, especialmente para quienes impulsan la economía. Solo así el marco jurídico podrá dejar de ser un obstáculo para la creación de valor y convertirse en un verdadero facilitador del desarrollo empresarial y social.
La simplificación, la derogación de normas obsoletas y la adecuada proporcionalidad de las obligaciones legales a la diversidad del tejido productivo son tareas que no admiten demora. La demanda no es de desregulación, sino de una regulación más inteligente, práctica y alineada con la realidad económica. Porque una normativa inaccesible para la mayoría de las empresas no asegura el cumplimiento ni la justicia; lo que genera es un lastre que frena la actividad productiva y compromete el crecimiento y bienestar del país.